Tal vez para Cecilia le era difícil entender la realidad. No era hija de su padre, más aún, no era hija de su madre. Era adoptada. Desde hacía ya tiempo, se había dado cuenta de aquellos detalles. No se parecía en nada a ellos. No tenía nada de ellos. Ni siquiera la sonrisa, la amargura, la seriedad, la mirada esquiva y la mesura. Se enteró por parte de su madre, o la mujer que la adoptó, cuando un día, en un estado muy frágil y opaco debido a que fue despedida de su trabajo, para enterrar la rabia, le dijo:
-Te hubiéramos dicho desde muy pequeña esto, pero me duele seguir ocultándolo-y se quedó mirándola-. Cecilia, ¿sabías que eres adoptada?
Al comienzo le sonó como una comedia contemporánea, la carcajada de Cecilia se había expandido por toda la sala. Era lo normal para una chica de once años. No obstante, cuando ella se fijó más en la mirada triste de su madre, por fin pudo comprenderlo. Terminó como una tragedia griega. Todas las emociones de aquella mujer que entraba a la pubertad habían muerto y caído en un pozo de fondo oscuro. Estaba malherida, moribunda y abatida en un campo de batalla que le resultaba familiar: ver los espejos, los adornos, los muebles, incluso su reflejo. Qué herida que estaba. Qué larga agonía. Qué desgracia que la ahogaba y no la dejaba respirar.
Esa tarde, el padre se enteraría por parte de la madre acerca de la trágica verdad.
-¿Se lo dijiste?-estaba asustado, su cuerpo hético no aguantó la desesperación-No puedo creerlo. Pero, ¿qué has hecho? Ni yo puedo salir de mi asombro. Tú sabes cómo es ella y se comporta con nosotros. Además, recuerda lo que nos dijo el psicólogo. Es una chica muy sensible, está entrando a la adolescencia, y yo entro a la casa, ¿y escucho esto?
En los siguientes días de aquel crudo invierno, Cecilia comenzó a sentir cambios en su joven y alto cuerpo: ya empezaba a deprimirse. Ya no era aquella chica que salía a jugar en las tardes. Ya no hablaba, caminaba, observaba o movía sus huesos. Era un ser humano inerme e inerte, y su propia habitación se volvió, con el pasar del tiempo, como su propio refugio, pues, la verdad, que le sonaba como un eco la atormentaba. Aquellos días fueron los más difíciles. Sus padres ya no sabían qué hacer, hasta que finalmente decidieron ya no llevarla a un psicólogo, sino a un psiquiatra para que pudiera hacer algo más que reanimarla y hacerle volver a ser aquella joven callada, poco sociable y de comportamiento de vidrio. Sin embargo esto nunca llegó a realizarse.
-¿Estás loca?-dijo el padre a la madre con un tono severo- Lo que tiene Cecilia es nada más que un berrinche, aunque tiene la razón de enojarse también. Pero, ¿ir a consultar a un psiquiatra? Es parte de esa edad. Sabes cómo son los jóvenes cuando se pasan por eso- y se quedó pensando en lo que dijo, muy cerrado, y de repente, optó por salir de la sala-. Hablando de pasar, pasaré por su cuarto a visitarla. No la he visto desde... ¿Ha estado yendo al colegio?
Y la madre, cruzando muy preocupada las manos y soltándolas en el regazo del viento, dijo:
-No. No ha salido de su cuarto hace más de dos días. Debe de estar con hambre.
-Sí. ¿Qué te parece si voy a su cuarto a hablar con ella y tú le preparas algo ligero de comer?
Ambos quedaron de acuerdo con lo aquellas tareas que no parecían extrañas. El padre fue a la habitación, y la madre a la cocina. Cogió un par de galletas. Preparó algo de té y un pan con mermelada. Ya estaba listo. Tomó una bandeja. Puso todo lo preparado ahí. Automáticamente fue hacia la escalera para subir, sin embargo, su esposo, alterado, bajó rápidamente.
-¿No sabes lo que pasó?
Y de repente, los gritos comenzaron a inundar la casa, y la bandeja perdería su equilibrio, cayendo al suelo agresivamente y convirtiendo el piso en la escena de un asesinato, donde el cuerpo, vivo
Los padres salieron de casa desesperadamente y abrumados. No podían creerlo.Cecilia había desaparecido y no había dejado ningún rastro de por medio. Cogieron el carro, y cogieron sus manos, tan fuerte, por primera vez ya dentro, mientras el padre se disponía a conducir y a buscar por la ciudad a aquella chica. No dudaron en ir aceleradamente. Tampoco a frenar. Muy pronto las calles se convirtieron en un laberinto, y los postes en un álbum en donde la joven, mostrada en una fotografía en blanco y negro y con un rostro muy severo, era la protagonista de la desgracia de sus padres. Transcurrieron días y semanas. Nada de nada. Nada de impactantes rumores o de agridulces esperanzas. Pero, inesperadamente, en una mañana, el teléfono sonó.
La madre contestó la llamada, en la presencia del padre, y desde el otro lado, un hombre, de voz muy gruesa, dijo:
-Señora. Llamamos de la morgue central. Creo que hemos encontrado a su hija Está aquí. Está muerta.
Pasó una semana cuando el velorio y el entierro se realizaron. Los padres no creían que aquella niña pasiva, callada, y muy cerrada había dejado de existir, para siempre, para nunca más volver. Se pusieron a reflexionar en una tarde cuando el sol estaba por caer, cerca de un lago. A su costado estaba un muelle, en donde la figura de una mujer, detalle que al padre le causó curiosidad. Fueron hacia allá, hacia ella, caminando, y ya en pisando la madera, el padre le dijo:
-Joven, disculpe…
Y la joven volteó, y para sorpresa del padre, aquel rostro le parecía familiar. No podía salir de su impresión:
-¿Cecilia? ¿Eres tú?
Y ella se atrevió a saludarlos tranquilamente:
-Hola-y agitando las manos.
Los padres lucían asombrados. Quizá se preguntaban, a quién habían enterrado, pero no era tiempo para interrogarse asimismo, pero a ella sí:
-¿Por qué te fuiste de la casa?
-Yo no me fui de la casa. La casa ya se fue de mí.
Ella volteó. Siguió mirando el horizonte. Los padres se sentaron en el muelle. Y se echaron. Entre ellos, el remordimiento de haber dicho la verdad, y de haberle mentido en todo el tiempo, les costó una tarde ahí, mientras el agua y el viento los observaba, y quién sabe, por cuánto tiempo.
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