Quizá la Lima de los dos millones de habitantes no sea tan amable conmigo. Estoy parado, llamando a gritos las avenidas que voy a pasar más adelante. Estoy despierto, con los ojos abiertos, mirando los senderos que tienen nombres como El Ejercito, Salaverry, Pershing, Covadonga, y que los esquivo con serenidad. Este mediodía es tan triste como este clima. No hay calor. No hay almas. Hace frío, y las hormigas que en la mañana solía ver vestidas con colores oscuros y abrigos se han escondido. Tal vez porque es hora del almuerzo, hay ausencia de energías o de esa alegría que cuando está presente el sol en el cielo nos da. Pero igual, a pesar de los gritos, de esa maraca de sencillos que ha formado mi mano, de ver que dentro del vehículo hay unos cuantos comensales, estoy vivo. Serio, pero vivo. Mi cuerpo está en el recorrer diario de la ruta que siempre miro y no me cansaré de mirar porque siempre hay algo novedoso. Mis bolsillos guardan monedas que recibo de todos lados, de todas esas hormiguillas que antes venía por mí para llevarlos a otra dimensión pero que ahora no me necesitan. No oigo voces, a excepción de los demás carros que avanzan por esos senderos al igual que yo; y a mi alrededor, bosques de cemento, caminos de concreto, pasos ausentes, el silencioso ruido, edificios que nacen desde los suelos y que están desnudos. No están cubiertos, y cuando miro al cielo, me digo a mí mismo que estoy en el medio, en un espacio en donde las ventanas están abiertas o cerradas, en donde el caucho y el olor a gasolina no es de extrañar.
El cobrador del Anconero.
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