lunes, 1 de noviembre de 2010

Estados inertes de un joven enamorado

El joven llamó a aquella chica con quien había pasado una agridulce noche ante la clara mirada de la luna en un lugar cuyo nombre prefiere olvidar. El celular sonaba, como diciendo que cada segundo y cada timbrada era una esperanza, un bien y a la vez un mal. Pero con ese pensamiento de niño eligiendo entre un caramelo y una galleta de fresa, el celular dejó de timbrar, dejó de sonar, y dejó sin aliento al joven. Desde el otro lado pudo escucharse un “Aló”. No era de esperarse. Todos lo dicen, hasta él. La voz que escuchó le hizo entrar en sí, en su cuerpo, en su pensar. La voz parecía ser el infinito: muy íntegra, muy rígida, muy áspera, muy celestial. Era ella, sí. La chica con quien había pasado una agridulce noche ante la clara mirada de la luna en un lugar cuyo nombre prefiere olvidar, mas no a ella, quien lo tenía prisionero y desesperado. Así, él empezó a hablar. “Hola, soy yo”. La chica, desde el otro lado, tendió a recordar. “Ah, ya sé quién eres”. Y su voz se puso nublosa. El joven lucía emocionado, y a continuación, acomodó su vida en un signo de interrogación. “Sí, perdóname que te llame a esta hora, pero… ¿quisieras almorzar conmigo este domingo? Tú sabes… para charlar”. La vida de la chica desapareció por un momento. Solo se escuchaban los pensamientos y las dudas. Solo divagaba la nada, acompañado de la soledad y del silencio, hasta que de repente, la chica habló. “Ya, está bien”, y el joven se emocionó. “Conozco un restaurante en donde podríamos ir a hacerlo, a almorzar, digo”, prosiguió ella. El joven lució encantado, y lució un rostro muy satisfecho. “Sí, claro. No te preocupes. Yo invito”. Luego de la llamada, las palabras comenzaron a morir.
El comportamiento de perro con su hueso no hizo de esperar. La desesperación la ahorcaba. La chica, después de cortar, no resultó ser la misma. Tenía el celular en la mano, tenía el miedo en su cuerpo. Tenía ganas de hacer algo. Fue así que llamó a alguien. El celular comenzó a sonar, y por fin la espera se terminó. “Aló, mamá”, dijo, “soy yo, tu hija. Quisiera pedirte un gran favor. Quisiera que el domingo me llames media hora antes de la… una y media. ¿Puede ser? Quiero que me digas hija, es una emergencia, y quisiera que inventes cualquier pretexto. No, mamá, no me he metido en nada, solamente llámame y hazlo, por favor. ¿Qué? Sí, sí. De ahí voy a almorzar en tu casa pues. Ajá. ¿Qué tienes pensado cocinarme? Ya. OK. Estaré ahí entonces. Ya má. Chau”. Y cortó.
Automáticamente, la chica fue a bañarse, y de paso, a reflexionar acerca de joven que la había llamado, a sentir su sospecha, a ver los recuerdos olvidos, y a refrescar su vida, su cabello, su piel de seda, y sus pensamientos. Después del baño, se vistió de forma casual. No quería parecer coqueta, mucho menos, parecer una mujer en su primera cita, en su segunda. Se dio su último retoque, cogió su bolso, y salió de su casa cual pájaro luego del cautiverio.
Ese domingo, el joven lucía ansioso después de esperar miles de años. El viento de un frío y nítido mediodía acariciaba su pelo. Estaba ansioso, desesperado por ver a la chica con quien había pasado una agridulce noche ante la clara mirada de la luna en un lugar cuyo nombre prefiere olvidar.

No hay comentarios.: